lunes, 23 de septiembre de 2013

Evangelio según San Lucas 16,19-31

26º Domingo
de Tiempo Ordinario - Ciclo C -
29/09/13
Lc 16,19-31
Jesús dijo a la fariseos:  Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes.
A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas.
El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado.
En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él.
Entonces exclamó: "Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan".
"Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento.
Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí".
El rico contestó: "Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la cada de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento".
Abraham respondió: "Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen".
"No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán".
Pero Abraham respondió: "Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán".
Palabra del Señor
Reflexión
Hombre rico, Hombre pobre. La liturgia de este domingo nos hace escuchar unas palabras impresionantes, en las que encontramos un doble contraste, con una situación invertida. El primer contraste se da entre un hombre rico, que viste ricamente y banquetea de una manera espléndida, y un mendigo, que está echado en su portal cubierto de llagas. El segundo contraste se establece también entre estos dos mismos personajes, pero después de su muerte: el mendigo se encuentra en el seno de Abrahán, es decir, en la alegría celestial; el rico, en cambio, se encuentra en el infierno, en medio de tormentos. 
Jesús nos pone en guardia con este doble contraste contra nuestro egoísmo. En cierto sentido, podemos decir que este hombre rico no hacía nada malo: banqueteaba espléndidamente, pero eso no es pecado. Ahora bien, no hacer mal no basta para una persona que quiera vivir en la fe y en la caridad cristiana. 
En efecto, Jesús nos da como regla en el Evangelio no sólo no hacer a los otros lo que no queremos que nos hagan a nosotros, sino hacer también a los otros lo que querríamos que nos hicieran a nosotros 
Existe una diferencia significativa entre estos dos modos de expresarlo que se ha dado en llamar «la regla de oro». La fórmula más común es la negativa, que exige abstenerse de hacer el mal. La fórmula de Jesús, en cambio, es positiva e impulsa a hacer el bien. 
El rico, Epulón, no ponía en práctica esta fórmula positiva; omitía hacer el bien que habría debido hacer. 
El pobre Lázaro «estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico»; pero el rico no se preocupaba en absoluto del pobre, lo abandonaba a su miserable suerte; pensaba que no formaba parte de sus responsabilidades ocuparse de los pobres. 
De este modo se estableció entre ambos una separación profunda: no había ninguna relación entre ellos; cada uno vivía separado del otro. Los perros se mostraban más compasivos que el rico: venían a lamerle las llagas al mendigo, mientras que el rico no hacía nada por él. 
El resultado fue que esta separación, establecida por la conducta del rico durante su vida terrena, llevó a una separación análoga después de la muerte. 
Jesús expresa esta separación de una manera muy fuerte. Cuando el rico le pide a Abrahán que tenga piedad de él y envíe a Lázaro para que moje en agua la punta del dedo y le refresque la lengua, porque le torturan las llamas del infierno.
La enseñanza de esta parábola está muy clara: no debemos dejar que se establezca una separación entre nosotros y los pobres, nuestros hermanos que sufren y carecen de los medios necesarios para vivir...
La Iglesia intenta salir, en realidad, al encuentro de las necesidades de los pobres. Siempre ha tenido esta preocupación desde que fue fundada, y siempre ha impulsado a los hombres a tenerla también. En nuestros tiempos, hay organizaciones como Cáritas, que intentan salir al encuentro de las necesidades de los pobres, de los refugiados, de la gente necesitada. Sus miembros se desplazan también a países remotos para llevar alimentos, ropa, medicinas. La caridad establece así vínculos de fraternidad entre los cristianos del lugar y la gente de países alejados. 
Todos los cristianos estamos fuertemente invitados a participar con generosidad en estas iniciativas. Preocuparnos de los hermanos que necesitan nuestra ayuda es algo esencial en nuestra vida. De otro modo, se establece una separación, que se convierte en una condena para nosotros, como en el caso del rico. Si no hacemos por los otros lo que habríamos querido que hicieran por nosotros, nos condenaremos a nosotros mismos... 
La conclusión de la parábola evangélica muestra lo necesario que es escuchar bien la palabra de Dios, que nos impulsa a ayudar a los pobres...
Para convertirse, es preciso escuchar la palabra de Dios, formulada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Es necesario escuchar la palabra de Jesús, que llama a la conversión y, en particular, esta parábola, en la que manifiesta con una gran fuerza la necesidad de que estemos llenos de caridad, de rechazar nuestro egoísmo espontáneo y preocuparnos de los otros, sobre todo de los más necesitados. Es preciso que tengamos por ellos una preocupación no sólo emotiva, sino una preocupación que suscite una entrega efectiva... 
El pensamiento del juicio puede sernos útil también para despertar nuestra generosidad. Con todo, es mucho más eficaz aún la contemplación del amor de Jesús, que quiere llenarnos y transformarnos y, a través de nosotros, ir transformando poco a poco el mundo en que vivimos. 
     

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